Supo, al mirar sus ojos, que cada día podría prometerle ser feliz, con el único anhelo que esa luz no le faltara, un poquito, con cada alborada.
Y al sonreírle, recordó, levemente, las veces que había llorado, aquellas que sintió miedo, y creía que nunca volvería a ser feliz… esos recuerdos, ahora lejanos, solo eran ecos de una superación personal, aquella que le decía lo importante que era: “intentar ser feliz, vivir y dejar vivir”
Entonces, recordó esa promesa, junto a su casa, en una noche mágica, cuando sintió como el frescor le calmaba en un solo segundo, cuando las palmas de sus manos se dejaron seducir por el movimiento de sus manos y entonces juró no olvidar que la felicidad era el instante supremo en el que todo se para y nada te asusta. Durara lo que durara, si algo así llega a nuestras vidas, será eterno, mientras lo recordemos.
Suyos…todos aquellos minutos eran suyos, como cuando respiraba profundamente y con pausa, para calmarse, antes de llamar, y que así no notara su alteración.
El momento era suyo, eterno, irrepetible, especial, porque quería vivirlo así, como las historias que te empeñas que terminen bien… quizás porque nunca empiezan y por eso, aquella noche, su secreto quedaría enredado entre esos anhelos inconfesables, esa inocencia recuperada, esa pasión de querer y no esperar que te quieran igual… prefería quedarse siempre con la duda a romper en mil pedazos una nueva noche, soñando su rostro.
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