viernes, 8 de octubre de 2010

Sintió, como al abrazarle, el mundo que a sus pies le mantenía se difuminaba, como las acuarelas, y supo que al aferrarse a esa ilusión, no necesitabas que algo tangible le asegurara más firmeza que el poder seguir soñando.
Supo, al mirar sus ojos, que cada día podría prometerle ser feliz, con el único anhelo que esa luz no le faltara, un poquito, con cada alborada.
Y al sonreírle, recordó, levemente, las veces que había llorado, aquellas que sintió miedo, y creía que nunca volvería a ser feliz… esos recuerdos, ahora lejanos, solo eran ecos de una superación personal, aquella que le decía lo importante que era: “intentar ser feliz, vivir y dejar vivir”
Entonces, recordó esa promesa, junto a su casa, en una noche mágica, cuando sintió como el frescor le calmaba en un solo segundo, cuando las palmas de sus manos se dejaron seducir por el movimiento de sus manos y entonces juró no olvidar que la felicidad era el instante supremo en el que todo se para y nada te asusta. Durara lo que durara, si algo así llega a nuestras vidas, será eterno, mientras lo recordemos.
Suyos…todos aquellos minutos eran suyos, como cuando respiraba profundamente y con pausa, para calmarse, antes de llamar, y que así no notara su alteración.
El momento era suyo, eterno, irrepetible, especial, porque quería vivirlo así, como las historias que te empeñas que terminen bien… quizás porque nunca empiezan y por eso, aquella noche, su secreto quedaría enredado entre esos anhelos inconfesables, esa inocencia recuperada, esa pasión de querer y no esperar que te quieran igual… prefería quedarse siempre con la duda a romper en mil pedazos una nueva noche, soñando su rostro.




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